En El
Quijote, Cervantes la llamó “émula del tiempo, depósito de las acciones,
testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por
venir”. Con todo, mucha gente aún se pregunta si la historia tiene alguna
finalidad, si sirve para algo. Álvaro Matute, investigador emérito del
Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, dice, con voz pausada y
clara, como si estuviera frente a sus alumnos de la Facultad de Filosofía y
Letras:
—Hay una
clave para contestar esta interrogante, siempre pertinente: debemos hablar de
la historia como “nuestra historia”. La historia es algo que nos pertenece.
Cuando decimos “nuestra historia”, no la contemplamos como algo ajeno a
nosotros, sino como algo que forma parte de nuestro ser. Algunos pueden pensar
que la historia es, como diría Descartes, viajar a otros países, verlos y
regresar a casa. Si decimos, en cambio, “nuestra historia”, estamos
conscientes de que nos constituye en tanto seres humanos. Estamos
comprometidos con ella porque nos aporta mucho. Ahí está la diferencia. No se
trata de ponerle límites geográficos. Nuestra historia es la del mundo, la
del continente americano, la de Latinoamérica, la de México y así,
sucesivamente, hasta la de Iztapalapa o de la colonia Roma. En fin, todo lo ocurrido
en el planeta es historia nuestra. Finalmente, como seres humanos, todo nos
pertenece, nos concierne, nos compete. Claro, resulta más vital e interesante
aquella historia que dice más directamente algo de nosotros.
—Entonces,
¿sí es necesario estudiarla?
—Desde
luego, porque la historia nos rodea. Transitamos por calles y lugares cuyos
referentes históricos son múltiples. Afortunadamente, aquí, en México, no
tenemos esa nomenclatura de calles por número, que puede ser muy práctica
pero que despoja de cierta identidad. No es lo mismo decir “nos vemos en la
esquina de avenida Juárez y San Juan de Letrán” (hoy eje Central Lázaro
Cárdenas), que “nos vemos en la esquina de la 15 y la 34...” En fin, son
referentes. Cuánto mejor si sabemos algo más de ellos. Por otro lado, si nos
bajamos del Metro en la estación Zapata, ello implica que hubo un señor
llamado Emiliano Zapata, y si en un momento dado nos preguntamos qué hizo,
entonces nos metemos automáticamente en la historia. Asimismo, cuando comemos
mole o chiles en nogada, quizás no sea necesario tener la certeza de que unas
monjas le preparaban estos platillos a Iturbide. Pero, indudablemente, son
productos históricos y su permanencia se debe a que la gente ha conservado el
gusto por ellos a lo largo de los años. Saber algo de su origen es un
elemento que nos identifica. Ahora bien, conocer su razón de ser en el mundo
no nos servirá para comer mejor o peor la próxima vez que asistamos a un
banquete de mole o chiles en nogada, pero algo queda en nosotros cuando
sabemos de dónde vienen, que están elaborados con diferentes ingredientes,
propios y ajenos.
—¿Cómo
nació la historia?
—Primero
fue el mito, la narración mitológica; después llegó el relato pormenorizado
de lo acontecido. Herodoto estableció que la historia es la gran narración de
hechos investigados. Desde el punto de vista de la prospectiva, es
considerada una rama de la literatura, aunque tiene su dosis científica
porque intenta ofrecer conocimientos precisos. Por lo demás, la gran historia
siempre será la que esté bien narrada.
—¿Cuál es
el compromiso del historiador?
—Ofrecer
certidumbre, garantizar que lo que dice o escribe efectivamente ocurrió. Esto
no siempre es fácil porque de tanto en tanto puede surgir un hueco, como en
un gran rompecabezas: se infiere o se intuye qué falta, pero no está ahí. A
veces una inferencia permite llenar el hueco y el misterio se resuelve, pero
otras lo mejor es saltarse dicho hueco. Si sabemos de dónde partió un hecho
histórico y en dónde desembocó, tenemos la oportunidad de inferir qué pudo
haber pasado en medio, siempre y cuando, ¡claro!, lo faltante no sea aquello
que nos haga llegar a conclusiones, aquello que nos comprometa demasiado. Ahí
estaría esa cientificidad que nos reclama el compromiso de ofrecer certidumbre.
Para eso, desde luego, hay toda una metodología que es parte de la formación
y la práctica de los historiadores.
—¿Actualmente
se subestima la historia?
—El
desdén hacia el trabajo humanístico, incluido el histórico, no es reciente,
aunque hace poco se acentuó más. En México somos muchos los historiadores,
trabajamos bien, pero estamos atomizados. Además, nos hemos especializado
tanto que hemos cancelado la posibilidad de comunicarnos mejor entre nosotros
mismos y con lectores de historia. Perdimos la noción de “historia proceso”
en aras de la “historia acontecimiento”. No trabajamos en temas que abarquen
una temporalidad larga por hacer cosas puntualmente bien documentadas,
rigurosamente realizadas, pero que quedan en pequeñas apostillas. Migajas,
dice un colega francés: la historia en migajas... Eso es lo que nos ha
llevado a una crisis que habrá que superar; de otra manera caminaremos hacia
una especie de Torre de Babel. Por lo pronto, debemos transmitir a los
estudiantes la vitalidad de la historia, que no la vean como una materia
árida, integrada por nombres, fechas y lugares, sino por procesos que
convergen en el presente. (Rafael López)
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